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Los árboles mayores, que se erguían casi hasta tocar el cielo con sus copas agudas, hablaban con el árbol pequeño que crecía entre ellos:

—Alguna vez —decían—; alguna vez serás alto como nosotros y como nosotros podrás ver el lago allá abajo, engarzado como una joya verde o azul entre las montañas verdes o azules. Alguna vez, alguna vez…

El viento, cuando descendía hasta la altura del árbol pequeño, también hablaba con él:

—Vengo de todas partes y lo sé todo… Conozco los bosques, las montañas, los campos, las ciudades de los hombres… Alguna vez, cuando te eleves tanto como los otros árboles, te contaré cosas… Alguna vez, alguna vez…

Al llegar la primavera, cuando los pájaros venían en busca de calor y de alimento, el árbol pequeño tenía más noticias del mundo que aún no alcanzaba a ver. Los pájaros piaban:

—Hay sitios donde todo es arena, hay sitios donde todo es nieve, hay sitios donde todo es agua… Alguna vez, cuando seas más alto y más sólido, haremos nuestros nidos en tus ramas y te contaremos todo lo que sabemos… Alguna vez, alguna vez…

Y el pequeño árbol seguía inmóvil, repitiendo con todas sus hojas tiernas esas palabras excitantes y promisorias. «Alguna vez, alguna vez…». Pero ese «alguna vez» era lento, lentísimo. Porque los árboles no crecen tan rápidamente como los seres humanos. Lo que para nosotros es un año, para ellos es un siglo. Lo que para nosotros es una vida para ellos es apenas un suspiro. El pequeño árbol se impacientaba. Y preguntaba cosas a la lluvia, al granizo, a la nieve; preguntaba cosas a las bandadas de aves que pasaban volando por el cielo; preguntaba cosas a las nubes, a los rayos del Sol, a los insectos que trepaban por su corteza… Todos sabían cosas y cosas, todos conocían el mundo, todos parecían sabios y aventureros, todos terminaban diciéndole: «Alguna vez, alguna vez…».

Una tarde, por fin, sucedió algo. Pasó junto al pequeño árbol un hombre de barba oscura y ojos tristes conduciendo de la brida a un asno gris. Montada en el asno iba una mujer muy hermosa, muy pálida, muy dulce.
Se detuvieron y el hombre dijo:

—Esto es lo que necesito. Perdóname, pequeño árbol, pero debo cortarte. Y un hacha hizo la primera herida en la madera joven. El árbol suspiró y sangró un poco de savia. El dolor era intenso, el hacha penetraba cada vez más en su carne vegetal; se sentía débil, indefenso, solo. Y no lamentaba tanto su sufrimiento físico, como ese «alguna vez» que perdía para siempre. Después, el hombre cortó el árbol en trozos de escaso tamaño, y los acomodó en el morral. En cada trozo el árbol seguía viviendo. Llegaron a un lugar donde había un buey y otros animales. Allí el hombre tomó los trozos, los cepilló, los pulió, los ensambló. Y el árbol quedó transformado en una cunita rústica. Una cunita que al mecerse parecía gemir «alguna vez, alguna vez…». Todavía no había comprendido su destino. Pero esa noche, justamente a las doce, sintió un débil vagido. Una extraña música y una extraña luz envolvieron inmediatamente el lugar; se escuchaba un sedoso revoloteo de ángeles y el llanto del niño que acababa de nacer parecía más bien un canto.

El árbol hecho cuna sintió que depositaban entre sus maderas cubiertas de heno tibio, el cuerpecillo de la criatura. Y la sintió moverse suavemente en su interior. Y de pronto supo que «alguna vez» había llegado. Que ni los árboles altísimos, ni el viento, ni los pájaros, ni las nubes, habían experimentado nunca la gloria de ese momento que él gozaba cuando ya no era árbol sino cuna, cuando al fin de su vida vegetal marcaba el principio de una vida humana.

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